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domingo, 13 de noviembre de 2016

La obligada compañía del corredor en círculos. Minuto y resultado

13 de noviembre de 2016


Mañana, rastro, solecito, etc… Atribuyo que el tiempo sea una construcción humana y lineal —a un neutrino le da igual que sea noviembre— a que sea imposible modificar el pasado. No puedo tampoco, jamás podré, corregir las cervezas o las idioteces de ayer; resulta igualmente imposible disfrutar el presente, entrópico y dinámico hasta su inaprehensión, ni —claro— gozar un futuro que nunca llega. No existen las dimensiones: una pared no está a una distancia sino a un tiempo que, al ser percibido por cada persona de una manera diferente —al igual que el color—, puede que no exista en absoluto o sea una singularidad: que se acerque de forma constante a un número infinito.

Una cosa que no entiendo: si el tiempo o los tiempos son inexistentes o no mensurables… ¿por qué todos los domingos son una mierda?












miércoles, 1 de octubre de 2014

La obligada compañía del corredor en círculos. Ego trip (y II)



28 de septiembre de 2014

Domingo por la mañana. Día vivo. Rastro. Nubosidad juguetona. Contornos nítidos. Verde radiactivo. Sol escalfado… me fastidia ir corriendo. Yo, que no tengo ninguna prisa. Detente y huele las rosas. De acuerdo. A la vuelta. Lo que me sobra es tiempo.
Esto tiene que ver con el concepto de albedrío. Oh, el albedrío. Y su  relación con el humor, el espacio y, sobre todo, la velocidad. Aunque la gente haga por ignorarlo, nos gustan las cuerdas, estar atados. No hablo ahora de la tribu (es lo que más amamos) sino de todas las jaulas y correas que lamemos e impregnamos con nuestro aroma (por cierto, en esta temporada de depuración me he sorprendido oliendo a cosas de mí mismo como de niño. Efluvios libres de veneno no arrojados, creo, desde la cuna). La madre sana, el dinero en el banco, el coche en el garaje, los dientes sin caries, la cama hecha… Estamos conectados a gran cantidad de objetos y personas y su bienestar o mera existencia nos afecta queramos o no. Mi idea es que la libertad es un fantasma multiforme igual de inaprensible que pueril. Vamos, que la libertad no existe. Además, emponzoñados por el cinematógrafo, la mala literatura, los cantautores y la publicidad, los grandes conceptos suenan ahora a eslogan nacionalista o a anuncio de pañitos higiénicos. De ahí el recurso de ligar la libertad con la aceleración. El individuo (o individua) libre o que abraza (es el verbo) la libertad tripula caballos, botes o descapotables y agita su melena por espacios abiertos. Digresión: los amantes, en este mismo tipo de ficciones, hacen lo contrario. Se muestran unidos y dando vueltas (como yo mismo). Pero no huyen. Están sujetos a un eje. No son lineales sino giratorios; de danzas, carruseles y tiovivos. Fin de la digresión.
La libertad de fantasía (creo, repito, que no hay otra) parece no tener que ver con la masa ni con la dirección, sino con el potencial gravitatorio. Curiosamente, la libertad por antonomasia, la de volar, ahora se ha convertido en una operación consuetudinaria, que elimina enseguida la decisión y nos obliga a un comportamiento de ratones en un laberinto. Tampoco te dejan bajarte donde te apetezca. Libre como un pájaro. Ya.

Ah. Lo conseguí. Reduje a ochenta y cinco kilos (mi masa). En las fotos tomadas en la inauguración del acto para el que quería deshincharme esto resulta inapreciable. Aunque no parezco Chicote, no. Parezco el puto Marlon Brando de Apocalypse Now.




La metamorfosis invisible. Convenientemente disfrazado de artista (o de monstruo de Frankenstein) parece que estoy diciendo: ¿Qué te voy a contar, hija? Esta imagen no salió publicada en ningún sitio, pero está muy graciosa.













lunes, 27 de mayo de 2013

La obligada compañía del corredor en círculos. Relicta est in urbe solitudo…



26 de mayo de 2013

Cuando era pequeño los domingos por la mañana me obligaban a ir a misa, así que me acostumbré a perder y sufrir ese tiempo en la ejecución de ritos molestos y vacíos de significado: ahora salgo a correr. Para llegar al río tengo que atravesar el rastro. Los puestos disimulan el carísimo crimen cometido en la remodelación del paseo de Papalaguinda*, ahora vigilado ceñudamente por casamatas de hormigón tapadas con placas de un alegre color negro que muestran su desacuerdo hacia esta vandálica actuación cayéndose de su emplazamiento cada dos por tres. Cinco años llevan estas pizarras tratando de huir sin que los insuficientes pegamentos del Consistorio puedan hacerlas desistir de su propósito.

Me gustaría sentir indiferencia por los distintos delitos y despilfarros urbanísticos que estrangulan esta desdichada ciudad. Pero no puedo. Tengo una enfermedad. El síndrome de Stendhal al revés. Describía el escritor sus emociones al salir de la Basílica de la Santa Cruz:

“…una especie de éxtasis, provocado por la idea de estar en Florencia, cerca de esos grandes hombres cuyas tumbas había visto. Arrebatado por la contemplación de la sublime belleza […] Todo hablaba a mi corazón tan vívidamente […] Tenía palpitaciones […] Se me iba la vida. Caminaba con miedo a desplomarme”.


A mí me pasa cuando veo los suelos llenos de mierda, las paredes pintarrajeadas, las avenidas congestionadas de cachivaches, los edificios desdentados, la desidia y vulgaridad de los últimos desarrollos de León. Me mareo. Lo llamo el Síndrome de Rodera.

Y por eso corro poco. Por el síndrome.


*Papalaguinda es el regocijado nombre que recibe el hasta el siglo XVII Paseo del Calvario debido, según parece, a una conjunción de anacolutos y sinécdoques entre la expresión pelar la pava, una canción de comba (mi mamá me dio una guinda / mi papá me la quitó / y me puse más colorada / que la guinda que me dio) y un diálogo sobre cómo debería llamarse este boulevard (y zona pera de requiebros) entre los periodistas Estrañí y Clotaldo en la prensa leonesa de finales del S. XIX. Parezco un cronista rancio.