viernes, 14 de agosto de 2015

La obligada compañía del corredor en círculos. Mi vida en el mundo de los objetos



13 de agosto de 2015



Vuelvo a León y, después de dos meses y medio, corro lo mismo que la última vez: veinticinco minutos a paso de montura. Lo que me pasma: creí que me desplomaría cerca del portal de mi domicilio. Setenta y tres jornadas tonta y gratuitamente atroces, lo que atribuyo a la brutal transición de pasar a exponerme al brillo diurno y al aire libre veinticinco minutos al día —con suerte— a once horas ininterrumpidas. Estas semanas, que lleno desembozando, repintando, reparando, retirando, rasurando, roturando, arrancando, amontonando y blasfemando a una temperatura media de veinticinco grados, me provocan serias alucinaciones. Estoy hablando de mi enjabelgado sepulcro, de mi cárcel horizontal, de mi achabolada metáfora: la finca del pueblo, naturalmente. Al igual que mi propio cuerpo, este íngrato ámbito exige constantes cuidados, imperceptibles al ojo humano. Por lo menos al mío. Si mimo uno, descuido el otro. Y, sobre todo, abandono MI OBRA ya que sólo escribo sin propósito —y sin cobrar— cuando salgo a correr. Así que no hay RELATO DE VERANO.

Todos los relatos de verano  —antes los periódicos incluían relatos de verano. Ahora no sé— vestían el mismo esquema. Debía ser obligatorio. Este:

1) Descripción minuciosa de algún recuerdo de infancia —playero fluvial o montañoso— con mucha reverberación sofocada llena de sinestésicas sensaciones táctiles, auditivas y visuales de un niño —que imagino con enormes orejas— asistiendo a alguna

2) Humillación sexual o intelectiva en localización estival: pajar, granero, tómbola, caballitos, cala, ría, embarcadero o apartamento en multipropiedad que conduce ineluctablemente al

3) Sacrificio arbitrario de algún bicho: es abandonado el perro de la familia, se atropella al periquito, una tortuga es volteada, se tortura a un urogallo o lo que sea: pero tiene que quedar muy claro que, después de este feroz episodio, el mocoso ha quedado impregnado por entero —y ya para siempre— en crueldad y egoísmo hasta las —desaforadas— orejas.

FIN


De todas formas, creo que la culpa de estas achicharradas literaturas —por llamarlas de algún modo— es de El extranjero y la errónea digestión —por estos autores— de sus playas, cisternas y deslumbradas calorinas. Por no hablar de Rulfo, el realismo mágico, —cocido en siestas a treinta y tres grados a la sombra— o de la iluminación inferida a esclarecidas cabezas anglosajonas por volcanes, sáharas o cualquier masa de agua o canto rodado bajo el desnudo sol de otra latitud.

Puedo colmar la expectativa de verbosas y anacrónicas desdichas narrando cómo me hago extraer una muela, harto de su extravagante comportamiento. Razón esta por la que troto en la capital en vez de seguir con mis silvestres, deshidratantes y despellejadas, aunque inmóviles, aventuras en el agro. De verdad. Hace dos días. Una buena, además: un segundo molar. Vale más un diente que un diamante, decía Cervantes. Y un implante más que ambas piedras. Consulten tarifas.


Por si alguien dudaba todavía acerca de si la luz es una onda y una partícula.





Otra quemada instantánea de Villa Modorra. Hacía tiempo que no ponía santos.
Foto: Eva Díez Robles.








No hay comentarios:

Publicar un comentario