21 de enero de 2014
Comprendo de repente por qué hablo de pulmones y disneas (aparte de por lo eufónico de su vocabulario). Por la tarde al volver al despacho recuerdo los macizos nevados que veo por la mañana al norte de mi recorrido. La espléndida imagen de las montañas y mi vida vegetal de sanatorio, balneario, invernadero o cualesquiera de los recintos que tanto gustaban a don Ramón María del Valle Inclán, me traen inevitablemente a la cabeza el género de baños o termas en general y la tuberculosa novela de Thomas Mann en particular.
Me cuesta explicarme cómo hay balnearios después de La montaña mágica. No por lo atrabiliario y pelmazo del tomo (que también) sino por la caracterización definitiva del balneario como
1) moridero inapelable y afiebrado o
2) sala de espera para que despanzurren a los pacientes (nunca mejor dicho) en las trincheras del Somme.
Ninguno de los dos destinos me parece deseable. Ni ninguna de las múltiples y posteriores literaturas sobre estos seres delicados y memoriosos, digestible, claro.
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