23 de marzo de 2015
Domingo por la mañana. No corro. Lo dejo para después. Con el propósito de salir de mi autoexclusión y aislamiento —y por conciencia cívica— acudo a una manifestación. La primera de mi vida. No familiarizado con los protocolos y coreografías de estos actos me parece corta, fatigosa —hay que andar despacito—, de muy breve estrépito y, en suma, civilizadísima. Acabamos todos, según parece, pidiéndole explicaciones a la Catedral de León, que escucha pacientemente dos delirantes manifiestos sobre La Dignidad, Las Raíces, La Mujer y hasta sobre Mayakovsky. No se dice nada, en cambio, de la pasta que las dos maléficas empresas —era una manifestación 2x1— contra las que habíamos hecho la romería debían —y deben— a sus empleados.
Domingo por la mañana. No corro. Lo dejo para después. Con el propósito de salir de mi autoexclusión y aislamiento —y por conciencia cívica— acudo a una manifestación. La primera de mi vida. No familiarizado con los protocolos y coreografías de estos actos me parece corta, fatigosa —hay que andar despacito—, de muy breve estrépito y, en suma, civilizadísima. Acabamos todos, según parece, pidiéndole explicaciones a la Catedral de León, que escucha pacientemente dos delirantes manifiestos sobre La Dignidad, Las Raíces, La Mujer y hasta sobre Mayakovsky. No se dice nada, en cambio, de la pasta que las dos maléficas empresas —era una manifestación 2x1— contra las que habíamos hecho la romería debían —y deben— a sus empleados.
Entre las tres mil personas que
pululamos la protesta no se encontraba, es curioso, ni uno solo de los
gobernantes actuales, aunque sí muchos de los que aspiran a serlo en un futuro.
Quizá los prebostes reales estaban contemplando y alentando la media maratón
que se precipitaba esa misma mañana por —evidentemente— otro recorrido. Los
corredores de medias maratones urbanas no piden nada ni citan a futuristas
rusos: incluso pagan por participar.
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