4 de noviembre de 2014
El correr es… como… la vida, que afirmaría con
solemnidad Murakami. Quiero decir con la pendejada que resulta injusto y
arbitrario. Permanezco (a ver que lo miro) cinco días sin salir y bebiendo y
comiendo normal y me encuentro otra vez blandito. Si hago ejercicio y ni como
ni bebo durante cinco días no hay la misma diferencia. Esto es un descompensado
sindiós y un descalzaputas (como la vida). Me enfado.
Mientras tanto (quam minimum credula postero) me afano cada día, en efecto, como si fuera el último: con infinito terror a morir, triste por la fugacidad de lo perceptible y arrepentido de haber desperdiciado mi tiempo.
Mientras tanto (quam minimum credula postero) me afano cada día, en efecto, como si fuera el último: con infinito terror a morir, triste por la fugacidad de lo perceptible y arrepentido de haber desperdiciado mi tiempo.
¿He sido hoy más feliz que ayer? Esta pregunta la
hacen de verdad en esos tautológicos tests sobre ‘bienestar subjetivo’. No
quiero escribir (más) obscenidades pero ¡¿hay algún test sobre bienestar objetivo?! Correr (aparte de ser ingrato
como… ejem… la vida) es aburrido. Resulta alarmante que, de todas mis
actividades, sea la que tenga más interés. ¿Qué vidas llevan los que escriben
autobiografías? ¿Cómo de memorables son sus operaciones cotidianas? ¿Qué valiosos
o considerables tratos reflejan en sus volúmenes? Sobre todo, ¿cómo de en
serio, y durante cuánto tiempo, debe tomarse uno a sí mismo? Todos estos
procedimientos de los que he hablado (correr, divertirme, impostarme, ejercitar
un egoísmo aún más energuménico…) se me dan francamente mal.
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