30 de agosto de 2013
Tras dos meses de sofocante holganza a la retestera intentando convertir las ingratas calvas de Pequeña Reata (véase Villahibiera, véase Villa Modorra, véase Canal Bajo de Payuelos Fase I) en oxonienses verduras o, al menos, en praderas similares a las de los Campos de Sport del Sardinero (sin conseguirlo), vuelvo a correr. Oh, oh. Recupero las sensaciones primeras del año pasado: quince minutos estrictos, bojas y fatiga seguida de injustificada euforia.
Tras dos meses de sofocante holganza a la retestera intentando convertir las ingratas calvas de Pequeña Reata (véase Villahibiera, véase Villa Modorra, véase Canal Bajo de Payuelos Fase I) en oxonienses verduras o, al menos, en praderas similares a las de los Campos de Sport del Sardinero (sin conseguirlo), vuelvo a correr. Oh, oh. Recupero las sensaciones primeras del año pasado: quince minutos estrictos, bojas y fatiga seguida de injustificada euforia.
En el campestre cruce
hacia Herreros me aproximo en lento (por el suspense y porque corro muy
despacito) travelling a un solitario (y
misterioso) coche aparcado. Nadie al volante. Nadie alrededor. Si la vida fuera
un telefilm dentro debería haber un cadáver. En la primera escena de este tipo
de productos un despreocupado deportista siempre encuentra un cuerpo muerto (o fiambre, según la jerga que los polizontes, o sabuesos, usarán después). Evidentemente el coche está vacío y su
conductor supongo que andará un poco más arriba abriendo el hidrante para regar
la remolacha. Pero, al no ocurrir nada (en mi vida), pues me invento películas.
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