24 de noviembre de 2015
Thomas Mann no permitió
que sus masivos diarios fueran publicados hasta veinte años después de su
muerte. La expectación con que se revelaron se transformó en incredulidad
primero y yo creo que en hilaridad con el tiempo. Resulta que el monumental
señor anotaba y describía con menos precisión la convulsa Europa
que se desangraba en dos guerras que sus descargas seminales o sus deposiciones.
Para mí resulta perfectamente comprensible: una persona que se toma tan en
serio a sí misma ve en su vida y actos —y
descargas— no ya el reflejo, sino la causa de todo. Tampoco podemos exigir perspectiva histórica a
alguien resuelto a que algo tan banal como escribir se convierta una tarea mortalmente
seria. Sobre todo si cree formar parte de la misma
historia. La peana no suele sentir —ni se le pide— admiración por la estatua
que sostiene. La idea de que los actos diminutos o cotidianos puedan ser
admirables o monstruosos o que, sencillamente, no haya ninguna otra cosa, constituye
toda literatura. Los viajes de Ulises terminan cuando ve a su perro y don
Quijote se muere en su cama.
Me gustaría
cincelar paisajes morales y extraer conclusiones heroicas de mis trotamientos,
pero consigno que al final el lavavajillas no estaba estropeado, que yo no tenía
ninguna caries y que he corrido —por fin y al tercer día— media hora. Los
cabrones de Ikea, eso sí, siguen sin dar señales de vida.
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