2 de octubre de 2014
Salgo cansado y corro poco tiempo y escasa
distancia. Igual porque ayer estuve al sol, nadando y hasta un
rato en un baño turco. Es probable que una cosa no lleve a la otra, pero era mi obligación
consignarlo. Sobre todo lo del baño turco. Hace (todavía) un tiempo espléndido
aunque a veces atravieso glaciales vaharadas de portal, avisos del ser de hielo
que emboscado, terrible e inevitable, espera barrernos.
Se da una nueva columna/tipo en los periódicos: la
del opinador seborreico sobre las personas corredoras. Estos tribuletes son muy
molestados (mucho, enormemente) por la mera existencia de las personas corredoras. No les gusta nada que haya personas corredoras. Les parece un íntimo agravio
el simple hecho de la persona corredora. Para justificar esta supuesta agresión,
atizada con gran violencia por las personas corredoras, deben inventarse,
claro, hechos disparatados: «El otro día estaba en mi casa y treinta y nueve
corredores vinieron por el pasillo y me robaron los apliques». O «Viajando en
avión estuvimos a punto de zozobrar y ser devorados por tiburones a causa de un
corredor que se puso delante del aparato a hacer estiramientos». La vehemente intolerancia
hacia las pobres personas que corren por descampados es asimismo disfrazada por
apelaciones a las maneras («¡Gaspar Melchor de Jovellanos no corría!») o a la
tradición («Nunca vi correr a mis abuelos, que dieron la vida para que pudiéramos
merendar sin tasa y permanecer sentados en nuestros sofás»). El perfil del
estilita anti-carreras es invariablemente el de un fulano de mediana edad con
sobrepeso, fumador y aficionado al fútbol (!) Dios sabe que yo con esto de los
brincos estoy muy lejos del proselitismo o la justificación, pero creo (quizá
esté errado), que hay cosas mucho peores.
La Luna empieza a
crecer. Tampoco viene a cuento, pero me complace la frase, sugerencia de todo.